Vicenta era una mujer cansada. Agotada.
Se levantaba cada mañana quejándose del ritmo de vida que llevaba. Eso sí, su queja iba siempre dirigida al espejo, cuando nadie la escuchaba ni veía.
A vista de los demás era una mujer que podía con todo, y con todos.
- Mira Vicenta – decían los vecinos – siempre con tanta energía ayudando a toda su familia.
En su interior Vicenta se decía “Debería haberme llamado Angustias, ese nombre me pega más”.
Se levantaba y rápidamente iba a casa de su hijo y su esposa. Despertaba a los niños, les preparaba el desayuno y los llevaba al colegio. A la vuelta volvía a esa casa, y se dedicaba a limpiar y a ordenar. Poner lavadoras, tender la ropa, y planchar los trajes de él, y los vestidos tan caros de ella.
Les preparaba algo de comer, y hacía siempre algo más de comida para congelar, así se encargaba que nunca les faltara algo de comida ya hecha.
Volvía a su casa, no sin antes pasar a comprar el periódico para su marido, y esas magdalenas que tanto le gustaban a él, con esa capa de azúcar glas por encima, sus preferidas.
Llegaba a casa y ordenaba el salón, le pedía a su marido que levantara los pies mientras pasaba la escoba, y él seguía tan concentrado en la sección de sucesos y deportes.
Cuando alguno de sus hijos le llamaba con algún problema económico, ella no dudaba en retirar el dinero que fuera necesario. Su dinero. Sus ahorros que tanto esfuerzo le había costado reunir.
“La de viajes que podría haberme pegado. La de ropa que podría tener ahora. Pero soy una madre, y no hago más que lo que toda madre debe hacer, sacrificarme.” Al pensar en esto, rápidamente se decía a sí misma “Y lo hago encantada, faltaría más”.
Nunca nadie se había preocupado por su estado de ánimo, sus energías. Y, lo que más le dolía a ella, nunca nadie se había preocupado por sus sueños. Y los tenía, a miles.
Hasta que un día, algo cambió.
- Mamá – dijo una vez su hijo mayor – mañana después del trabajo tenemos una fiesta en el despacho, y no tendremos tiempo de pasar por casa.
- No te preocupes, cariño – dijo Vicenta – tienes tiempo de sobra para cocinar algo hoy, y dejarlo en la nevera para mañana ¡pasadlo bien!
Desde luego no era la respuesta que su hijo estaba esperando.
- Mamá – dijo el pequeño – sigo sin encontrar trabajo, y casi no tengo dinero para mis cosas.
- ¡Oh! Ya sabes cómo está el panorama ahora mismo – decía una tranquila Vicenta – simplemente intenta ahorrar todo lo que puedas, y no gastes tanto dinero cuando salgas ¡verás cómo te apañas!
Y no era la respuesta que su pequeño esperaba.
- Suegra – decía la que tenía más morro – mañana por la noche queremos ir al cine con nuestros amigos, y no tenemos donde dejar a los niños.
- No te preocupes – decía Vicenta – seguro que echarán esa película tarde o temprano en la televisión y podréis verla. Tengo que dejarte, empieza una película que quiero ver.
Seguía sin ser la respuesta que esperaban.
Un día su marido le dijo a su mujer que por la mañana iría con su grupo de amigos a pescar, y que comerían allí cualquier cosa. Tras un breve silencio, Vicenta dijo:
- ¡Qué bien cariño! Recuerda levantarte un poco antes para comprarte pan y algo de embutido, pasarás hambre allí si no te preparas algo ¡y compra tus magdalenas!
Un frío día de diciembre su hijo llamó a su madre para anunciarle que la familia de su mujer venía de visita, y en su piso, con los niños, no tenían sitio. Vicenta, tan educada siempre, dijo:
- ¡Qué grata sorpresa! No te preocupes, aquí se pueden quedar. Sacaré el sofá grande, y les pondré unas buenas sábanas, ahí dormirán muy bien.
Esta nueva actitud de Vicenta se repetía cada vez más. Se mostraba pasiva, despreocupada, y cada vez más tranquila y alejada. Así que un día sus hijos, mujeres y marido se reunieron con ella para preguntarle acerca de su estado de salud ¿Estaría enferma? ¿Deberían acudir al doctor? ¿Se hacía mayor?
Tras explicarle a Vicenta sus preocupaciones, ella dijo:
¿Sabéis? He tardado años en descubrir que cada quién es responsable de sus vidas. He descubierto que mi ritmo de vida, mi agotamiento, mi cansancio, mi estrés y mis enfados no sólo no resolvían vuestra situación, sino que empeoraba la mía.
He intentado ser una madre modelo, he ido a clases de relajación, yoga, autoconocimiento… y todo me ha llevado a la misma conclusión; os he dado las habilidades y mecanismos necesarios para resolver vuestros problemas, ahora debo dejar que lo hagáis. Y yo, por mi parte, debo hacer lo propio con mi vida. Mi mayor responsabilidad como madre es la de mantener la calma, y observar cómo solucionáis vuestros problemas.
Si necesitáis mi apoyo, o mi consejo, yo voy a ser la primera en estar ahí y darlo. De vosotros dependerá hacer caso, o no. Es vuestra responsabilidad. Desde hoy dejo de ser la bolsa de vuestras responsabilidades, la lavandera de vuestras culpas, la escoba de vuestros errores, o el espejo para vuestra autorrealización. Tomo las riendas de mi vida, de mi barco y de mis sueños.
Desde hoy, os declaro independientes y autosuficientes.
Ese día marcó un antes y un después.
Todos comenzaron a funcionar mejor.
Todos estaban más centrados y organizados.
Todos eran conscientes de sus responsabilidades.
Vicenta se miró al espejo, orgullosa por primera vez, y dijo: “Ya era hora de que te fueras, Angustias”.