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Archive for noviembre 2011

Viejo amor

Sara estaba sentada frente a la chimenea, era uno de los paisajes que más disfrutaba. En su moderna casa ya no existían chimeneas, ni ese banquito con troncos para reavivar el fuego.

Una de las situaciones que más disfrutaba era sentarse frente a ese dragón de fuego con su abuelo, Juan, tapados con una manta hasta el cuello, y quedarse dormida mientras éste le leía sus cuentos favoritos.

En su casa, tan moderna, sus padres contaban con calefacción, con cd’s interactivos de los cuales salían esas voces que contaban interminables cuentos. Sara los odiaba, si tenía alguna duda, o sugerencia sobre el cuento, no podía decir nada, ya que esas voces no le contestaban.

Últimamente pasaba mucho tiempo en casa de su abuelo, ya que su abuela estaba en un centro donde la curaban, o eso le habían explicado sus padres. Muchas veces, escuchando conversaciones ajenas, había oído otras palabras como “salud mental”, “cuidados paliativos” y “Alzheimer”. No entendía nada.

Hacía tiempo que no visitaba a su abuela, se lo tenían prohibido, y ella así lo prefería. No quería verla, lo pasaba fatal, incluso le daba miedo, ver a su abuela preguntarle quién era, dónde estaba, o quiénes eran esas personas que iban a verla.

–          Abuelita, soy Sara, tu nieta – dijo ella entre lágrimas.

–          ¿Nieta? ¡Soy muy joven para tener nietas! ¡Vete, enana! – contestaba la abuela mientras se peinaba el pelo.

En una de esas noches de cuentos, charlas y caricias, Sara decidió hablar con su abuelo, tenía tantas cosas que preguntar…

–          Abuelito – empezó ella – ¿dónde conociste a la abuela?

El abuelo sonrió ante la pregunta de su nieta, y revivió aquella situación…

Recordaba ese momento como si fuera ayer. Él tenía 13 años, y estaba trabajando en el campo de una casa vecina, para así poder pagar las deudas que tenían con ellos. Recordó como en aquel momento, una calurosa tarde de agosto, vio entrar a una niñita en esa casa vecina. La dueña de la casa, Aurora, era maestra, y ya entonces mostraba una clara repulsa hacia el machismo imperante. Así pues, mientras aquella pequeña niña realizaba “tareas domésticas” en el colegio, Aurora le enseñaba a leer, escribir, y oratoria.

–          ¿Ya trabajabas con 13 años? – preguntó Sara.

–          ¡Desde luego! – contestó sonriendo el abuelo – en aquella época a mi edad ya llevábamos años trabajando.

–          ¿Qué es “tareas domésticas”? – dijo la curiosa nieta.

–          Afortunadamente tú no lo sabes, pero antes, mientras los niños aprendían a leer, a pelear, y a fumar, las mujeres aprendían a planchar, coser y callar.

–          ¿No jugaban a fútbol?

–          ¡Nadie jugaba a fútbol! – contestó el abuelo.

Una de esas tardes, Juan entró en casa de su vecino para buscar algo con lo que hidratarse, y entonces se encontró con ella. Su nombre era María, era guapísima, con una sonrisa especial, aunque torcida, y un precioso pelo negro que le llegaba hasta los hombros. Ninguno habló, solo sonrieron, miraron al suelo, y siguieron su camino.

Años después, cuatro exactamente, se reencontraron en las fiestas del pueblo, se enamoraron, y dos años después ya estaban casados.

–          Qué rápido todo – dijo Sara extrañada.

–          Sí, entiendo que ahora lo veas así, pero antes todo era rápido, no había tanto miedo, tantas paranoias, tantas inseguridades… querías a alguien, y con eso bastaba…

–          ¿La abuelita se pondrá bien? – dijo una triste Sara.

–          La abuelita está muy bien, sólo que ahora su cabeza está en otro mundo.

Juan explicó a Sara la alegría que sintieron cuando se quedó embarazada. Primero llegó el varón, al que pusieron por nombre Gabriel, y tres años después llegó Marta, la mamá de Sara. Fueron partos sencillos, fáciles y gratificantes para ellos, que aunque nadaban en abundancia económica, les sobraba amor y alegría.

–          ¿Tú trabajabas en el campo?

–          Así es, nunca tuve oportunidad ni ganas de aprender nada, así que no podía dedicarme a otra cosa. Trabajaba en el campo, cuidaba a los animales, hacía recados para la gente rica y poderosa del pueblo…

–          ¿Y la abuelita? – dijo una cada vez más emocionada Sara.

–          Ella era lista como tú, así que estudió, y enseñaba a leer a los niños y niñas del pueblo. Además era actriz, y preparaba obras de teatro con los pequeños…

A pesar de eso, no siempre había sido todo tan fácil. Juan recordó aquella vez que le diagnosticaron cáncer de pulmón…

–          El abuelito se puso enfermo, y tendrías que haber visto a tu abuelita, cómo me cuidaba, no se separaba ni un segundo de mí, incluso traía a sus alumnos a la habitación para que me leyeran…

Juan se emocionó al recordar aquellos tiempos. María nunca lo dejaba sólo, y nunca le soltaba la mano. Le leía cuentos, le acariciaba el pelo, le besaba la frente, le repetía continuamente que todo iba a salir bien, y que si se iba y la dejaba sola, su castigo sería irse detrás con él, por cobarde.

Le solía recordar su mejor recuerdo, cuando ambos se apuntaron a bailes de salón, y se pasaban horas practicando en el comedor de la casa, en los pasillos, hasta en plena calle. Les encantaba bailar, “es nuestra forma de recordarnos que estamos hechos el uno para el otro, que encajamos”, solía decir María.

Pasaban los años a la misma velocidad que a ella se le iban las fuerzas, el color, el amor… estaba pálida, cada vez más quejosa, más temblorosa, y poco a poco empezó a realizar cosas raras, diferentes… Como coger la ropa y dejarla en la calle, meter la comida en el armario y la leche en el baño… Se asustaba cada vez que se encontraba con Juan en los pasillos, aún sabiendo que vivían juntos.

Juan estaba cada vez más preocupado, y le comentaba a ella su angustia.

–          Estoy perfectamente bien – le decía ella.

–          ¿Seguro? Te veo diferente, y físicamente estás muy débil…

–          Pero aún así podría seguir bailando contigo…

Hasta que un día la evidencia se hizo notar, y María cayó en redondo al suelo.

Juan llamó a sus hijos y a una ambulancia, y rápidamente le trasladaron al hospital. Mil pruebas, mil intervenciones, mil diagnósticos diferentes…

María estaba estable, estaba bien, pero se apagaba, todos lo veían y nadie lo decía. Cada vez tardaba más en reaccionar a ellos, a sus preguntas, a sus comentarios… y nunca sabían decir si estaba triste o contenta, ya que su expresión siempre era la misma.

Un día Juan estaba sentado al lado de ella, medio dormido, cuando ella lo llamó

–          Juan ¿estoy bien?

–          Claro que estás bien, pronto saldremos de aquí.

–          Bailar – dijo ella.

–          ¿Cómo dices?

–          Prométeme que me llevarás a bailar – lloraba ella.

–          Claro que sí, pero antes tienes que recuperarte…

–          No, antes necesito saber que sigo encajando contigo. Llévame a bailar…

Hasta que al final fue la realidad quien dio su veredicto…

Juan iba con sus hijos a verla, y nada más entrar María preguntó

–          ¿Puedo ayudaros en algo?

–          Venimos a verte – contestó la hija.

–          ¡Oh! Qué agradable sorpresa ¿quiénes sois?

El caos se hizo patente en la habitación, los tres salieron alarmados, gritando, llorando… se enfrentaban por primera vez a aquello que no querían ver ni asumir.

–          Hola amor – dijo Juan – ¿cómo te encuentras?

–          Hola, es usted muy directo llamándome amor, pero gracias, estoy bien.

–          Me alegro, sólo venía a ver qué tal estabas – lloraba él.

–          ¿Por qué lloras? ¿Se ha muerto alguien?

Cada día Juan iba a ver a su María, con la esperanza de que poco a poco se acordase de él, pero ya le advirtieron que eso nunca iba a ocurrir. Un día en que Juan y sus dos hijos estaban visitando a María, la enfermera les llamó para hablar con el doctor.

El doctor habló durante muchísimos minutos sobre intervenciones, pruebas, orientaciones familiares, intervenciones… y Juan estaba ausente de todo aquello, hasta que el doctor comentó que María estaba conectando con su pasado, ya que hablaba de actividades de ocio que posiblemente habría realizado muchos años atrás.

–          ¿Qué actividades? – preguntó el hijo.

–          Bailar – dijo el doctor – no deja de repetir que necesita bailar.

Las lágrimas de Juan empezaron a brotar, mientras Sara, acariciándole la mano le preguntaba

–          Abuelito ¿lloras por la abuelita?

–          Sí – contestó él.

–          ¿Estás triste porque está enferma?

–          No, estoy feliz por haberla conocido.

–          Pero abuelito, ella no se acuerdo de nosotros, tampoco se acordará de todo lo que me has contado. No sabe quién eres…

–          Pero yo sé quién es ella.

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Grietas

Grietas

Un vendedor de agua repetía cada mañana el mismo ritual: colocaba sobre sus hombros un aparejo que tenía, y a cada punta del aparejo amarraba una tinaja. Después salía al camino del río, llenaba dos tinajas y regresaba a la ciudad para entregar el agua a sus clientes.

Pero una de las tinajas tenía muchas grietas y dejaba filtrar mucha agua. La otra tinaja era nueva y estaba muy orgullosa de su rendimiento, ya que su dueño obtenía mucho dinero con la venta del agua que ella llevaba.

Al cabo de un tiempo, la pobre tinaja agrietada fue acomplejándose y sintiéndose inferior a la otra. Tanto, que un día decidió hablar con su patrón para decirle que la abandonara, por ser ya casi inservible.

¿Sabes? -le dijo muy triste-, soy consciente de mis limitaciones. Yo sé muy bien que conmigo tú dejas de ganar mucho dinero, pues soy una tinaja llena de grietas y, cuando llegamos a la ciudad, estoy ya medio vacía. Ya no hay nada que hacer. Por eso te pido que me perdones mi debilidad. Compra otra nueva que pueda hacer mejor el trabajo, y abandóname a mi en el camino. Ya no te sirvo…

Muy bien– le contestó el dueño-; pero ya hablaremos con más calma mañana.

Al día siguiente, de camino hacia el río, el vendedor de agua se dirige a la pobre tinaja agrietada y le dice:

Fíjate bien en la orilla de la carretera y dime lo que estás observando.

Nunca me había fijado– respondió la agrietada tinaja-, pero, en honor a la verdad, me doy cuenta de que el borde de la carretera está lleno de flores. ¡Es algo muy hermoso!

Pues bien, mi querida tinaja- repuso sonriente el vendedor-, quiero que sepas que si las orillas de la carretera son como un bello jardín, es gracias a ti, ya que eres tú quien la riegas cada día cuando regresas del río. Hace ya mucho tiempo que me di cuenta de que tú dejabas filtrar mucha agua.
Entonces yo compré semillas de flores de toda clase – continuó él –  y, de camino hacia el río, una mañana las sembré en la orilla de la carretera; y tú, al regresar del río, sin saberlo y sin quererlo, estuviste regando mi siembra. Y así todos los días, gracias a tus grietas, muchas semillas nacieron, los botones se abrieron, y cada día gracias a ti puedo cortar unas flores, preparar un ramillete y ofrecérselo a mi amada.
Si no fueras como eres, con tus defectos, no hubiera sido posible crear esta belleza.

Y el buen hombre, inclinándose sobre el camino, comenzó a escoger las mejores flores del día.

Cada uno de nosotros tiene sus propias grietas. Todos somos vasijas agrietadas, pero debemos saber que siempre existe la posibilidad de aprovechar las grietas para obtener buenos resultados.

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Que la vida la creamos nosotros, y que nosotros somos dueños de nuestro propio camino, es algo tan y tan escuchado, que ya suena a excusa cuando un amigo nos llora, y no tenemos nada alentador que decir.

Pero piénsalo de la siguiente manera: ¿Estás soltero? ¿Estás casado? ¿Estás involucrado en una relación sana, estable, positiva y rica? ¿Estás, por el contrario, en una relación oscura, que te resta, que te disminuye la autoestima?

Pues bien, todo esto es culpa tuya.

Aunque no lo creamos, somos nosotros los que, a través de movimientos, mensajes y acciones de manera inconsciente, damos a los demás una imagen de lo que realmente queremos.

Pongamos la situación de una relación desequilibrada. Él, duro, celoso, protector, mandón… Ella, frágil, sumisa, débil, víctima…

Probablemente, estos papeles ambos, de manera inconsciente, se los repartieron en los primeros días o minutos del flechazo, luego los hicieron suyos, los aceptaron, y encontraron en ese rol un tira y afloja, una zona cómoda de la que ya no quieren salir.

Y el problema es que, una vez esta relación se acabe, ella tenderá a buscar ese rol dominante, para poder ejercer el papel que a ella la estimula y ayuda, el de víctima.

Él, en cambio, buscará mujeres débiles, sumisas, para así potenciar su parte dura y fuerte de la relación. Llevar el mando.

Estos mensajes son tan invisibles, inconscientes, y absurdos, que se nos pasan por alto.

Retomando el caso que tomábamos anteriormente, imaginemos a este Romeo y Julieta en una de sus primeras citas.
Él le pregunta:

–          ¿Qué quieres tomar?

Ella, tímida y servicial, responderá:

–          Me da igual, elige tú.

Estos mensajes que a simple vista marcan inocencia y pasividad, están marcando un rol en la relación. Tanto es así, que está demostrado que, al cabo de poco tiempo, si la pauta se repite, él acabará por, directamente, pedir lo que ella quiere beber o comer sin consultar.

Poco a poco, recordemos siempre de manera inconsciente, estos papeles o roles marcaran el ritmo de la relación, y cuando ella intente salir del molde, o él intente no sentir lástima por ella, aparecerán los conflictos, las discrepancias.

–          Es que es un jodido machista, no me respeta, si fuera por él estaría todo el día en casa metida – se quejará ella ante sus amigos.

 

–          Es que es una provocadora, va de niña buena, y a la mínima me está llevando la contraria o pasándose de lista, sólo para provocar – dirá él haciendo lo mismo.

 

Se reconciliaran, por supuesto que se reconciliaran, y tanto será el perdón, pasión y amor que sentirán el uno por el otro, que ambos volverán a coger ese rol que los enamoró (o eso creen) en un principio. Ella será toda sonrisa, sumisión y disponibilidad. Él será todo fuerza, garra y virilidad.

¿La responsable  de la infelicidad de ella? Ella. Que no es capaz de buscar ese fino hilo llamado coherencia entre lo que necesita ella como persona, y lo que quiere ella como mujer.

¿El responsable de la infelicidad de él? Él. Que tampoco encuentra ese hilo de coherencia entre sus ganas de ser mimado y respetado, y su necesidad de ser el rey de la selva.

 

Muchos estaréis leyendo esto con la ceja levantada, así que especialmente a vosotros, os voy a pedir el siguiente ejercicio: Pensad en la última vez que estuvisteis en una relación de este tipo. No tienen por qué ser exactamente estos roles, pero sí necesito que sea una relación negativa, que reste.

Ahora pensad en qué rol teníais vosotros, qué parte de responsabilidad (no me gusta el término “culpa”) teníais vosotros de la dirección que tomo su comportamiento hacia vosotros. Buscad esos mensajes, acciones, actitudes que, de manera inconsciente en su momento, proyectabais a la otra persona ¿Me creéis ahora?

Nosotros decidimos el tipo de rol que queremos en una relación. Pero claro, siempre es más fácil decir:”Me trata mal”, a decir: “Me estoy tratando mal”.

 

Lo mismo ocurre con esa parte de la sociedad, cada más numerosa; los solteros.

Muchas veces éste mismo grupo se queja de la parte negativa de la soltería (recordemos que tanto estar soltero, como felizmente casado, tiene sus pros y sus contras), no encuentran una pareja, acaban agotados de citas tras citas con sapos o ranas…

Pero ¿qué ocurre entonces cuando aparece esa persona especial? Todos son risas, alegrías, buenos momentos, complicidad, hasta que… esa persona tan especial te deja porque no sabe cómo llevar una relación contigo.

Dicho de otra manera, no entiende tus mensajes contradictorios. Estás tan acostumbrado a tu papel de soltero, de independencia, de entrar y salir, que es exactamente eso lo que proyectas, dices, y haces.

Él (o ella) te ofrece un plan romántico, entonces tú niegas el plan, y desapareces tres días para marcar tu territorio.

Él (o ella) te llama más de dos veces el mismo día. A la tercera llamada ya respondes agobiado, altivo, indiferente… marcando tu territorio.

Exactamente ocurre con esas parejas que se han encontrado, que funcionan, que van realmente bien y todo es perfecto.
¿Es realmente así de perfecto?
siento tener que ganarme antipatías a través de mi respuesta, pero no, no es así de perfecto.

La respuesta, desgraciadamente, viene explicada por un aspecto antropológico, y no hollywoodiense.

El ser humano es un animal social, es decir, inconscientemente siempre buscará a su pareja, aunque sea temporalmente. Se divertirá mucho con sus amigos, con su núcleo, con su manada… pero siempre estará buscando la aceptación de un compañero o compañera de vida.

¿Qué ocurre entonces?

Lo que ocurre es que hay personas que nacen con ese instinto más desarrollados que otras, debido a un componente tanto ambiental como genético. Son personas que anhelan más esa pareja, la necesitan más, se sienten más vacíos sin ellas. Con la misma normalidad con la que otro puede tener más adicción al chocolate, al sexo o a las drogas, viene marcado.

Entonces este miembro de la manada se encuentra con otro exactamente igual, con las mismas carencias y necesidades. Y ya tienen lo más difícil conseguido.

Una parte dará mensajes de necesidad, de atracción, pero el otro no sentirá agobio ni rechazo, ya que estará reflejando exactamente los mismos patrones.

 

Si metemos todo en el mismo saco, nos encontramos con la sociedad actual. Gente que no se encuentra, que se agobia, que es herida, que hiere, que miente, que es mentida, que traiciona o son traicionadas.

Así que mi conclusión, retomando la idea principal del texto, es exactamente esta: recordad que vosotros elegís qué tipo de relación tenéis, y, lo más importante, qué tipo de rol desarrolláis en vuestros círculos afectivos y sociales.

 

Si te están haciendo daño, te están hiriendo, o simplemente estás en una relación o círculo en el que no quieres estar porque ya no te hace feliz, deja de tirar balones fuera, mira hacia dentro, piensa y observa qué mensajes estás reflejando para que la otra persona reaccione así. Y cámbialos.

Olvídate de si es fácil o difícil, y piensa que es necesario.

¿Nunca has dado un portazo? Igual es hora de hacerlo.

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