Marta está cansada de su pareja, y cree que cualquier día le explotará la cabeza, o se la volará a él. Está harta de este tira y afloja que llevan desde que iniciaron su relación. Él la desea, la llama a todas horas, le hace sentirse querida y respetada, pero cuando parece que la relación va a cuajar, y las campanas de boda van a empezar a sonar, él se aleja durante unos días, y ella se siente abandonada en el altar.
Sabe perfectamente que una mujer no debe sentir necesidad por tener a un hombre al lado, sabe, a conciencia, que el autoconcepto de ella misma y su autoestima, no deben verse aumentados o disminuidos por la presencia o ausencia de un hombre.
Pero muy en el fondo, sabe que no cree en ese mensaje, necesita a un hombre, está harta de no sentir unos brazos a su alrededor en la cama, de no tener a un hombre con el que tirarse en el sofá, helado en mano, a ver una película, pasear por la playa de la mano, hablar de futuros proyectos, de boda, de hijos… Se siente sola.
Decide quererse a sí misma, y dejar la relación. Y se sorprende, meses después de haberlo hecho, en la misma jodida situación, pero cambiando el rostro del hombre deseado.
Algo anda mal, se promete en cada final de relación que cambiará, que será más independiente, que no será tan obsesiva…
Siempre le han enseñado a ser una princesita delicada, a la espera de ese príncipe azul que llegue en su caballo y la salve del dragón, que no es otro que su monotonía y dependencia a los hombres.
Ramón está cansado de las mujeres que intentan cazarlo y llevarlo al altar desesperadamente. Siempre le ha pasado lo mismo, por mucho que ellas presuman de independencia y de mujer con espada en una mano, bolso en otra, y taconazos de diez centímetros.
Repasa sus pautas con respecto a las mujeres, y observa cómo siempre le ha ocurrido lo mismo. Conoce a una mujer, pasan noches entre las sábanas, en el cine, en casa de ella, en casa de él, pero algo no le cuadra. No se siente nunca del todo seguro, pero siente que debe quedarse con la mujer, es tan bonita, es tan delicada, debe protegerla ¿cómo va a abandonarla a ella, que tanto le necesita?
Él es un hombre de los pies a la cabeza, y un hombre no debe abandonar a una princesa, mucho menos romperle el corazón.
Hasta que, en una de éstas, conoce a otra princesa, más necesitada, más delicada, y más borracha. Y piensa que es un hombre de los pies a la cabeza, y que los hombres, como machos de la manada, no deben dejar a una mujer necesitada con ganas de hombre. Así pues, se lanza a otras sábanas, a otros brazos, a otros palacios.
El rompecabezas está servido. Echa de menos a su princesa original, y decide hablarlo con sus amigos, pero ¿cómo va a abrirse de una manera sensible y sincera ante los otros hombres? ¡Se van a reír de él! ¡Él, rallado y enamorado de una mujer!
La idea de una persona rallada, preocupada por el amor, celosa… a Ramón siempre le ha parecido más propia de una mujer que de un hombre, no debe permitírselo. Mejor pensarlo con una cerveza en la mano, y unos bailes en la discoteca de moda.
Así que decide callar, quitar hierro al asunto, y tomar una decisión, o romper el corazón, o seguir a trote entre ambos castillos.
Siempre le han inculcado la idea de fuerza, superioridad, rudeza, nunca se le ha permitido llorar, mucho menos arrastrarse por una mujer. Debe protegerlas, no llorarlas.
Los hombres y las mujeres somos diferentes, no es una observación machista ni marcada por la superioridad de un extremo u otro, simplemente es una observación objetiva, nos diferencian muchos rasgos, desde los físicos hasta los actitudinales.
Esto, siempre que se lleve bajo una supervisión de educación, igualdad y tolerancia, no es malo, es más, puede servir para complementarnos, para enseñarnos, para valorarnos más unos a otros.
El problema surge cuando a esta diferencia le hacemos una jerarquía, es decir, intentamos poner a unos sobre otros, y viceversa.
¿A qué es debida esta diferencia? Muchos dicen que a la educación recibida en casa, otros que a los roles que vemos en televisión…
La respuesta correcta, sin embargo, sería “una mezcla de todo”.
Pero vayamos a la raíz del problema.
Cuando un niño o niña nace y empieza a desarrollarse y expandir su rol social, todo lo que escucha, observa o vive no son más que pautas para desarrollar su personalidad, ideas, y principios que formaran parte del hombre y mujer del día de mañana.
Esta diferencia ocurre cuando, al momento de nacer, y sobre todo en el momento en el que inician su incursión en el mundo educativo, los mensajes que reciben son diferentes unos a otros.
A la niña se le enseña a ser delicada, responsable, emocional, limpia, pulcra, y jugar con cosas que no ensucien, no hagan ruido… por ejemplo, peinarse, saltar a la comba, cocinar… y además, pareciendo esto poco, les enseñamos a ser “mamás”, con lo que ello implica, depender de otra figura, hacerse a la idea de que otra persona necesitará de ella, y ella debe estar ahí para solventar los problemas y necesidades del otro individuo. Se le enseña a ir con la cabeza gacha, para no pisar lo fregado, y la falda por las rodillas.
Por otro lado, al niño, se le enseñan tascas o labores relacionadas con la manipulación de objetos, inculcando así valores e ideas tales como ser rudos, fuertes, tirarse al suelo, ser independientes, y, además, se le enseñan juegos simbólicos tales como ir a la guerra, salvar al mundo, rescatar a la princesa… esto, por su parte, da una moral de independencia, de ser el fuerte de las situaciones, de no depender de nadie, de socorrer a las mujeres que son débiles, de ir con la cabeza alta, y el pito fuerte.
Todo esto, desde el punto de vista de la educación infantil bajo los ojos de unos padres encantados y embobados, puede parecer divertido, e incluso inocente ¡Él es tan valiente! ¡Ella está tan preciosa vestida de princesa!