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Manjares y nueces

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Hace tiempo, mucho tiempo, mucho antes de que el Sol y la Luna fuesen una pareja de desenamorados. Mucho antes de que las golondrinas volaran al sol, y los lobos aullaran a las sombras, vivía en un pequeño palacio un rey, viudo, y su única hija, joven y bella como nadie.

Su belleza era tal, que decían las rápidas lenguas del pueblo que cada vez que ella miraba su reflejo en el arroyo de un río, éste se paraba, cauteloso, para poder visualizar más ese rostro.

El rey había criado  a su única hija entre monedas de oro, peines de plata y sábanas de pluma de las aves reales, todas ellas exóticas.

Quizá por la pérdida de su mujer, la reina, o quizá por el miedo a quedarse solo , el rey había sobreprotegido a su hija de tal manera, que cada vez que ella abandonaba el palacio, el rey ordenaba a toda la corte que la acompañara.

 

Cada 4 años, la tradición mandaba que todas las hijas únicas de todas las casas del reino debían marchar solas, camino a los altos bosques, para realizar un largo camino donde, al finalizar, el sabio sol y la paciente luna les bendecía, dándoles así, junto al primer hijo que tuvieran, salud, paz, y prosperidad.

Dos semanas antes de la marcha, el rey organizó un plan, fruto del miedo y terror ante la imagen de su hija, sola, abandonada a su suerte, en aquellos bosques desconocidos.

Pensó así que situaría, a cada 30 metros del camino, a una de las sabias ancianas del palacio. Todas ellas habían dedicado su vida a aconsejar al rey, y gracias a ellas, el rey había conseguido ser una persona justa, respetada, y equilibrada en sus decisiones y mandatos.

Llegado el día, entre lágrimas, abrazos y promesas, la princesa partió.

Fue en el primer tramo del camino donde la princesa, equipada de ropas, víveres y manjares, se encontró a la única hija del leñador del pueblo.

  • ¿Vienes a hacer el camino? – preguntó la princesa.
  • ¡Oh! ¡Su Majestad! ¡Así es! ¿Usted también? – contestó ella.

 

La princesa no pudo evitar observar como la hija del leñador iba únicamente equipada de un pequeño saco, descosido, mientras que ella iba cargada hasta la corona.

  • ¿Llevas únicamente ese viejo saco? – preguntó.
  • Así es.
  • ¿Y qué llevas ahí dentro?
  • En mi casa somos pobres, mi padre es mayor y ya no puede cargar con los troncos. Es por ello que únicamente llevo nueces.

 

La princesa, sorprendida, le ofreció alguno de sus manjares a la hija del leñador, pero ésta, cohibida, negó la oferta.

El camino empezó, y ambas tomaron su rumbo, separadas por el sendero.

Cuando apenas llevaba 2 horas de camino, la princesa se encontró con la primera vieja sabia.

Ésta, sin mirar a los ojos de la princesa, le comentó:

  • Joven princesa, hija del justo y generoso rey, pasados estos árboles encontrará un camino de piedras. Analice los riesgos y peligros, uno por uno, pues la piedra mal pisada puede acarrear un pie roto; una rama pisada puede despertar a la fiera más somnolienta. Siga, así sea.

 

La princesa sin embargo no pudo evitar preguntar por la hija del leñador:

  • ¿Ha visto usted por casualidad a mi nueva amiga, la hija del leñador?
  • Joven princesa, hija del justo y generoso rey, así es. Llegó dos soplidos de viento antes que usted. A ella también avisamos de los peligros, pues así lo desearía su padre.
  • Gracias.
  • Siga, así sea.

 

Llegado al camino de piedras, la princesa se paró, y haciendo caso a los consejos de las viejas sabias, empezó a analizar los peligros. Esa piedra podía partirle un pie. Aquel camino de arena quizá le hacía resbalar. Ese rincón oscuro quizá escondía a un duende del bosque. Esas ramas quizá despertaban a una fiera.

Fue así como decidió entonces coger el camino más largo, pero más seguro.

El camino sin embargo se le hacía cuesta arriba, así que la princesa, para aligerar el paso, dejó parte de sus pertenencias.

Llegó así, menos cargada, al primer claro de descanso. Pudo sentarse, asearse, y degustar algunos de sus manjares. Llamó su atención, sin embargo, unas pequeñas cáscaras situadas al lado de la hoguera.

Eran cáscaras de nueces. Su amiga había estado allí, y esto, a la joven princesa, le alegró.

 

A la mañana siguiente, la princesa siguió su camino.

Cuando el Sol aún se dejaba ver en el horizonte, llegó hasta la siguiente vieja sabia.

  • Joven princesa, hija del justo y generoso rey – dijo la anciana – pasados estos árboles encontrará un pequeño pero peligroso río. Vaya con cuidado. Pues un desliz puede hacerle caer dentro de sus salvajes aguas. Podría ser devorada por pirañas, o, quizás, podría morir ahogada. Quién sabe qué terribles peligros se esconden en estas tierras. Siga, así sea.

 

La princesa, tal y como anunció la anciana, llegó al pequeño río. Era tan pequeño, que con un poco de impulso la princesa lograría saltarlo sin peligro alguno. Sin embargo, haciendo caso a los consejos de la anciana, se paró.

Pensó que quizá la forma más segura de pasar era hacer un pequeño puente con algunos de los objetos que aún llevaba encima. Y así lo hizo.

Un rato después, con la mayoría de sus pertenencias colocadas en el río, la princesa logró pasar.

Se sentó en un claro. Esta vez más ligera.

Y ahí, en un pequeño rincón entre las rocas, la princesa pudo ver, de nuevo, restos de cáscaras de nueces.

  • ¿Cómo puede ser que vaya tan rápido? – se preguntó la princesa – ¿Acaso está contando con ayuda?

A lo lejos ya se dejaba ver la cima de la montaña, meta y fin del temido recorrido. Ya quedaba menos, pero la falta de sueño, las terribles pesadillas y las largas caminatas, le hacían pensar a nuestra querida princesa que nunca lo conseguiría.

 

El siguiente encuentro con la nueva anciana ocurrió cerca de un pequeño acantilado.

  • Joven princesa, hija del justo y generoso rey, no debería pasar por debajo del acantilado. Está oscuro, y las lenguas del pueblo dicen que ahí abajo, en las sombras, se esconden las más terribles fieras, que según cuenta la leyenda, duermen bajo las pestañas de los terribles gigantes. Intente, pues, construir unas cuerdas para poder pasar por encima, le será fácil si utiliza las ramas de los árboles. Siga, así sea.
  • ¡Un segundo! – contestó la princesa.
  • Dígame, joven princesa, hija del justo y generoso rey.
  • ¿Ha pasado por aquí la hija del leñador?
  • Así es – contestó la anciana.
  • ¿Le han dado los mismos consejos?
  • Así es.

Y sin terminar la conversación, la princesa se fue.

Llegó al pico del acantilado, y haciendo caso de los consejos y temores, se quitó la mayoría de sus prendas, rasgó sus sacos, les hizo un nudo, y pudo cruzar sin problemas el foso. Usando sus pertenencias como cuerdas.

La luna ya empezaba a mostrarse en el cielo, así que la princesa decidió pararse a descansar y comer lo poco que le quedaba.

Esta vez no vio restos de cáscaras de nueces. Vio un mensaje escrito en un árbol que decía: ¿Dónde estás?

Su amiga había pasado por allí antes que ella. No lo entendía. Ella llevaba más provisiones, contaba con más ayudas, había ido veloz. Sin embargo, su amiga seguía sacándole ventaja.

A la mañana siguiente, por fin, la princesa llegó a las faldas de la montaña.

Un día entero tardó en llegar hasta la cima. Y al final, de rodillas, herida, agotada, y sin ninguna pertenencia más que la corona y su ropa interior, llegó.

Allí, sentada en una roca, estaba su amiga. Esperando.

 

  • ¡Su alteza! – gritó la hija del leñador – ¿Se encuentra bien?

Rápidamente la hija del leñador cubrió a la princesa con sus ropas, dio de beber, y alimentó con el resto de nueves que aún tenía.

  • Estaba muy preocupada – dijo la hija del leñador – ¿Qué ha pasado?
  • ¿Cuánto llevas aquí? – preguntó la princesa.
  • Llevo dos días esperando. Estaba cerca de bajar a buscarla, alteza.
  • No lo entiendo ¿pasaste el camino de rocas?
  • Sin problemas. No fue difícil.
  • ¿Pasaste el río?
  • Así es, alteza. Y me detuve a darme un fresco baño antes de seguir. No era nada peligroso. Las malas lenguas, ya sabe…
  • ¿Cruzaste el acantilado?
  • Decidí bajar y observar. Debería haberlo visto. Estaba lleno de frutas, riachuelos, y hasta una pequeña cabaña.

La princesa no se creía lo que estaba escuchando. A pesar de las advertencias de los peligros de las sabias, la hija del leñador había decidido hacer caso omiso, y jugarse la vida.

  • ¡¡No lo entiendo!! – gritó la princesa – He hecho caso a lo que mi padre, tu rey, me dijo: he cogido el camino seguro, he hecho caso a las ancianas, he esquivado caminos peligrosos, he obedecido a todo lo que me decían, he analizado cada mínimo detalle, he contado los riesgos, he pensado, más de diez veces, antes de dar un paso. Y aún así, has llegado antes que yo, y mírate, en mejores condiciones ¿Cuál es el secreto? ¡Habla!
  • He hecho caso a lo que mi padre, el leñador del pueblo, me dijo: Escucha opiniones, pero toma tus propias decisiones.
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Manos y abrazos

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Una vez al año ocurre algo diferente.

Una vez al año todo huele a leña recién cortada, a fuego, a manta, a olor de madre, a nostalgia, y, quizás en algún momento, a pena, a pérdida, a soledad.

Es esa única vez del año donde todos nos volvemos más cercanos, más queridos, más sensibles. Más humanos.

Es esa única vez del año donde somos capaces de perdonar. De volver. De olvidar. Pero nunca dañar.

 

Y una vez más no quería perder la oportunidad de felicitaros la Navidad.

 

No caeré en lo típico. No desearé cosas que no dependen únicamente de vosotros, como el amor, o la felicidad.

Tampoco os desearé cosas como la riqueza o el trabajo.

Os voy a desear algo más sencillo. Algo que depende de vosotros. Algo que se puede hacer cada día, a cada segundo, pero que parece que solo nos acordamos en estas épocas.

Deseo que puedas tener una mano a la que agarrarte, fuerte, sin miedo, sin prejuicios ni complejos. Pero deseo, además, que tú puedas ser esa mano para alguien; para tu pareja, tus hijos, tus padres, tus amigos…

En definitiva, deseo que nunca te falte una mano a la que agarrarte.

 

Deseo que, además, seas una persona rica en abrazos. Deseo que cada vez que estés triste, que te sientas solo, abandonado, rendido, tengas unos brazos que te hagan olvidar todo eso, y que te hagan recordar que, al final, todo pasa.

Deseo, además, que seas consciente que TÚ eres esos brazos para alguien. Deseo que recuerdes que, para alguien, tú eres ese lugar seguro, esa calma, ese calor, ese amor.

En definitiva, deseo que nunca te falte unos brazos que te recuerden el hogar.

 

Deseo, y esto créeme que lo deseo sobre todas las cosas, que no se te olvide lo importante.

Que no olvides, nunca, que un aprobado o un suspendido no nos definen. No marcan quienes somos.

Que una pantalla puede ser entretenida, divertida, e incluso erótica. Pero nunca, jamás, déjame decirlo bien alto, JAMÁS, va a sustituir a las personas, a tu madre, a tu padre, a tus hijos o a tus hermanos.

Deseo que recuerdes que tenemos dos orejas y una sola boca para escuchar más, y hablar menos.

Deseo que recuerdes que, muchas veces, no necesitamos que nos recuerden que nos hemos equivocado, necesitamos, únicamente, que nos digan que lo podemos hacer mejor.

Deseo que recuerdes que todos nos sentimos solos a veces, vencidos, anulados, abatidos. Sé amable. Siempre.

Deseo que recuerdes, si eres padre o madre, que tus hijos no recordarán nunca lo mucho que trabajas, las leyes que impones, o los gritos que emites. Recordarán los juegos, los cuentos, las bromas, las confidencias, y la seguridad que les das a cada segundo.

Deseo que recuerdes, si eres hijo, que muchas veces nuestros padres se pueden equivocar, o pueden dejar de comprendernos. Pero recuerda, que incluso en esos momentos, nos están amando. Con locura.

 

Deseo, entre tantas cosas que te estoy deseando, que inviertas menos horas en tu trabajo, y más horas en ver crecer. A tus seres queridos, a las plantas, a los animales, a ti mismo.

Porque entre tantas cosas que te deseo, deseo que crezcas. Que leas. Que viajes. Que experimentes. Y, sobre todo, que te rías. Que te rías hasta que creas que vas a vomitar.

Deseo además que te perdones. Cada día si es necesario. Recuerda que el pasado, pisado. Todos nos hemos equivocado, y todos, incluso tú, tenemos derecho a olvidar y seguir.

 

Deseo que nunca te rompan el corazón. Y si ha ocurrido, deseo que seas consciente de lo bonito y bonita que eres. Que otro amor vendrá, y que todo, absolutamente todo, pasa. Incluso esto.

 

Permíteme desearte algo más.

Deseo que si has perdido seres queridos, recuerdes lo bueno, las lecciones, los mensajes. Y dejes pasar la pena, a tu ritmo, a tu tiempo. Recuerda que ellos tuvieron la oportunidad y la belleza de vivir. Ahora te toca a ti.

 

Deseo que en estas fechas mágicas, en definitiva, seas feliz.

Con una mano a la que agarrarte.

Con un abrazo.

Con más tiempo.

Con besos.

Con perdón.

Y con muchas ganas de crecer.

 

¡Feliz Navidad!

 

Trenes

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Imagina que llegas a una estación de trenes.

Imagina que llevas un café en tu mano y en tu móvil suenan tus canciones favoritas.

Imagina que hace frío pero te sientes bien, llevas un buen abrigo, una buena y suave bufanda, y el frío no te molesta.

Miras el reloj. En un minuto el tren debería llegar. Y a lo lejos, como si siguiera el ritmo de la canción que suena, aparece el tren.

Sin embargo, algo falla.

Miras al conductor del tren, y notas que algo ocurre.

El hombre, responsable de esa gran maquinaria, va borracho. O eso parece.

Se le ve desequilibrado, desorientado, sin fuerzas.

Notas que le cuesta frenar a tiempo, va dando trompicones de banda a banda. Un poco más y se pasa la parada.

Canta, grita, llora y ríe. A la vez.

Las puertas tardan en abrirse. Al final lo hacen. Y tú dudas.

Él te mira. Desafiante. Y sin pensarlo dos veces te dice:

  • ¿Te subes o qué? ¡No tengo todo el día!

 

¿Te subirías?
Imagina ahora la misma situación.

El mismo café. La misma bufanda. La misma hora.

Y el tren llega.

Esta vez el conductor es un hombre relajado, tranquilo, sereno.

Maneja el tren de una manera correcta, casi perfecta. Se le ve aseado, puedes incluso notar que va perfumado. Destila amabilidad, confianza, serenidad.

Sin embargo, lo que más llama tu atención es el tren.

Los vagones están rotos, sucios, apenas se mantienen.

El tren se detiene con suavidad. Las puertas ni se abren ni se cierran. Simplemente no hay puertas. Están tan deterioradas y rotas que descansan en el suelo del vagón. Destruidas.

Miras el interior del vagón. El olor es asqueroso. Está todo lleno de botellas de alcohol, de colillas, de envoltorios de comidas prefabricadas. Hay orina, bolsas, vómitos…

El hombre, muy amablemente, se asoma por la ventana y te dice:

  • Cuando usted quiera, no se preocupe.

 

¿Te subirías?

 

Imagina ahora la misma situación.

Todo se repite.

El café, la música, el abrigo, la bufanda y tu buen humor.

 

El tren aparece a lo lejos, como siempre, asomando tímido su cabeza por esa curva que se pierde entre árboles y edificios.

Sin embargo, notas que algo falla.

Las vías.

Están rotas. Viejas. Y en algunos tramos el tren tiene que frenar un poco para no salirse del camino y descarrilar.

Puedes ver como el tren casi se sale de la vía. Ya que ésta, en muchos tramos, está ausente. El resto de vía, la que aún permanece en su sitio, está llena de óxido. Rota.

El tren llega a la parada, y con grandes esfuerzos por no volcar, frena.

Una gran parte de la maquinaria descansa, literalmente, en las piedras del camino a falta de vía que lo mantenga.

El hombre abre la ventana, te mira, y te dice:

  • Es lo que hay. Espero que no descarrile hoy.

 

¿Te subirías?

 

¿Y si tuvieras que elegir una de las tres situaciones para viajar?

¿Y si, además, tuvieras que hacerlo con tus hijos, padres, hermanos, amigos, familiares, pareja…?

¿Cuál elegirías? ¿En cuál de los casos crees que tanto tú como tus seres queridos estarías expuestos a menos peligros?

 

¿Y si te diera la oportunidad de, directamente, quedarte en tierra?

¿Te quedarías?

 

Es bastante obvio que todo es importante ¿verdad?

El conductor, los vagones, la vía… Todo cuenta ¿verdad?

 

¿Y si ahora te dijera que ese tren, esos vagones, y esas vías, eres tú?

Pues así es.

En este caso imagina que el conductor es tu cabeza.
Tus pensamientos. La manera que tienes de pensar acerca de ti mismo, tu situación en el mundo, lo que te rodea. Lo que haces y lo que dices.

Imagina que los vagones son tu cuerpo.
La manera que tienes de cuidarlo, respetarlo, mimarlo.

Imagina que las vías son tus emociones.
Tu manera de sentir, de vivir acorde a lo que quieres y sientes. Tu autoestima, tu felicidad, tu tristeza, tu aceptación.

 

¿Sigues pensando que hay alguna más importante que otra?

¿Crees que el conductor no es tan importante?

¿Crees que dedicar sólo tu tiempo y tu esfuerzo en cuidar los vagones va a hacer que tu tren sea más válido y seguro?

¿Crees que las vías deberían ser tu última prioridad?

 

 

¿Crees que la gente se subiría a tu tren?

 

La pelota

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Jorge había soñado toda su vida con la pelota. Desde que tiene uso de razón, recuerda que hablaba siempre de lo mismo: la pelota.

Recuerda entonces como, durante el transcurso de los años, y su crecimiento, los mensajes que recibía sobre la pelota iban variando.

  • Jorge, cariño – decía su madre – eres muy pequeño para la pelota ¡Ya tendrás edad! ¡Ahora preocúpate por otras cosas!

Luego, una vez su cuerpo empezó a cambiar (pero no sus ganas de encontrar la pelota), el mensaje era:

  • ¡Pero Jorge! – decía un amigo de la escuela – A nuestra edad no pensamos en pelotas ni tonterías de esas. Pensamos en divertirnos, alcohol, mujeres, fiesta… ¡Ya serás mayor para esa pelota!

Durante su camino hacia la Universidad, fue encontrando diferentes juguetes, maneras de pasarlo bien, y objetos de relajación y placer. Pero, muy en el fondo, Jorge sabía que quería una pelota. La necesitaba.

  • ¡Jorge! – decía su enfadado padre – Ahora mismo tienes que centrarte en los estudios, en ser un hombre con futuro, de provecho, con aspiraciones. Tienes que perseguir tus sueños ¡Ya tendrás tiempo para la pelota!

 

Y un día, casi sin querer, una noche de risas y diversión con los amigos, encontró por fin su pelota.

No podía creer la suerte que había tenido encontrándola. No era desde luego tal y como se la imaginaba de pequeño, como deseaba de adolescente, ni como soñaba en la Universidad. Pero era su pelota. Única. Y la quería.

Entonces, sin querer, se convirtió en esa clase de persona que siempre habla de lo mismo. No podía evitarlo. Estaba radiante, feliz, contento… Y sólo quería hablar sobre su pelota, hacer plantes con su pelota, jugar con ella, incluso dormir con ella. Había nacido para pasar el resto de sus días con esa pelota.

Sin embargo, tal y como suele ocurrir, empezó a descuidar la pelota.

Había nuevos juguetes alrededor, nuevos estímulos, y poco a poco, casi sin querer, dejó su pelota en el rincón de la habitación.

Con el tiempo la pelota empezó a mostrar debilidades. Su cuerpo no era como antes, estaba machacado por el paso del tiempo. Ya no botaba como antes, y, desde luego, no tenía la misma agilidad que tiempo atrás. Sin embargo, le sirvió para pasar sus ratos de aburrimiento en la habitación, o su necesidad de matar el tiempo.

Se tumbaba en la cama, cogía la pelota, y se dedicaba a manosearla pasivamente, mientras pensaba, casi inconscientemente, en otros objetos, otros juguetes más nuevos, más frescos, más divertidos… No era la mejor manera de pasar el tiempo, desde luego, pero ya que la tenía… Peor era no tener nada.

Poco a poco, la pelota fue cogiendo polvo.

Con las semanas, se fue ensuciando.

Luego, desinflando.

Y así fue como, una tarde, Jorge se olvidó de su pelota. Tenía un nuevo juguete, y ya no dedicaba el tiempo necesario a su pelota.

La tenía descuidada, sucia, desatendida. Y así murió, abandonada en un cuarto.

Los años pasaron, los hijos llegaron, y, con el tiempo, los nietos.

Fue entonces cuando Jorge miró a su alrededor, contempló lo que había conseguido, y lloró.

No estaba enamorado de su mujer. Estaba orgulloso y feliz de ver a sus hijos y nietos, por supuesto, pero no a ella. Sabía que se había casado con esa mujer porque, simplemente, estaba allí. Era fácil, sin complicaciones. Y eligió mal.

Años después, sentado en ese viejo bar donde cada domingo se reunía con sus amigos, le dijo a uno:

  • Echo de menos a mi pelota.
  • ¿A tu pelota? – contestó el amigo – ¿Qué me dices de tu familia? ¿Y tu mujer?
  • ¡Lo sé! – contestó Jorge – Pero quiero una pelota. Una vez tuve una, y la abandoné, la descuidé, y murió, o se suicidó, o se cansó… qué sé yo…
  • Pero Jorge, amigo, ya eres mayor para las pelotas. Ya a estas edades ¿qué más da? ¡Eso es para los jóvenes!
  • Cuando era pequeño – dijo Jorge – me decían que era muy niño para la pelota, luego que ya llegaría, luego que debía centrarme en lo importante, ahora que soy mayor… ¿Cuándo es el mejor momento para tener una pelota?
  • ¡Quizá cuando eres consciente de la suerte y lo afortunado que eres cuando tienes una! – contestó el amigo, pensativo.
  • ¡La he cagado! – contestó Jorge.
  • Ya qué más da, para lo que nos queda…

 

Esa misma tarde Jorge corrió a la habitación de uno de sus nietos, habitación que, anteriormente, había sido suya.

Buscó por todas partes.

Abrió cajas.

Miró armarios, cajones, cestos…

Y nunca encontró nada.

La pelota se había ido.

  • ¿Cómo sería mi vida ahora – decía Jorge – si hubiera tratado bien a mi pelota, si la hubiera cuidado, si hubiera arriesgado, si hubiera sido valiente…?

Pero esa respuesta, por desgracia para Jorge, nunca tuvo respuesta.

 

La pelota, quizá cansada de ver cómo había pasado de ser lo principal, a lo último, quizá cansada de vivir abandonada, o quizá porque había encontrado a otro que la tratara mejor… se fue.

Y nunca volvió.

 

Nota del autor:

¿Te ha gustado la historia?

Haz el siguiente ejercicio: Vuelve a leerla, y esta vez, allí donde pone “pelota”, escribe “amor”.

¿Lo entiendes ahora?

T’estimo Barcelona

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Barcelona quedará por siempre marcada. Quizá perdonará, se recuperará, y saldrá a flote. Pero no olvidará. No olvidaremos.

El 17 de agosto un grupo de cobardes movidos por una creencia radical que poco tiene de religión, y mucho de psicópata, decidió, tras un intento frustrado de hacer más daño, poner fin a vidas inocentes que paseaban, como un día más, por nuestra querida Rambla de Barcelona.

No he venido aquí a contaros cómo ocurrió, por qué, dónde, quién, pues si de algo se ha encargado la televisión durante estos eternos días, ha sido de informarnos sobre el suceso.

Pero ¿qué ocurre ahora? ¿Qué pasa cuando, tras lo ocurrido, queremos intentar volver a nuestra vida? Volver a reír, a salir, a pasear, a disfrutar de nuestras playas o de nuestras plazas… parece fuera de lugar. Y muchos, durante estos días, tras un momento de pausa y desconexión, nos hemos sentido fatal tras reírnos con algún amigo de cualquier cosa, quedar para cenar, o, en fin, seguir con nuestra vida.

El problema de cualquier atentado terrorista es precisamente este. El terror. El miedo es la emoción que más rápido se propaga.

Pon a un grupo de personas en un lugar concurrido, y que rían, se abracen y jueguen. Pocos se unirán, muchos incluso lo ignoraran. Sin embargo, haz que estas personas griten, lloren, corran… en pocos segundos todas las personas del entorno imitaran la conducta, sembrando el pánico.

Precisamente de esto se alimenta el terror; del miedo.

Es por ello que una vez que el fatídico y asqueroso hecho ha ocurrido, toca hablar de las consecuencias ¿Qué pasa ahora?

Muchas son las llamadas que he atendido, las personas que se han puesto en contacto conmigo para hablar de ese sentimiento de indefensión, de pena, miedo, pánico, estrés o ansiedad. Muchos incluso se alarman “¿Por qué me siento así, si a mí ni a mis seres queridos nos ha pasado nada?” Recuerda que todos tenemos derecho a llorar un hecho así. Tú también tienes derecho a sentir miedo, rabia o pánico. Las víctimas del terrorismo somos todos.

Ante esto, varios son los síntomas que puedes estar experimentando:

  • Ataques de pánico, o lo que es lo mismo, la sensación de no poder respirar e incluso sensación de que uno puede morir (aunque  esto  nunca  llega a ocurrir, pues sólo se trata de una sensación) ante situaciones que recuerdan lo que pasó.
  • Episodios depresivos que implican la presencia de desánimo, frustración, tristeza excesiva y, en ocasiones, la presencia de ideación suicida(más común en personas que han perdido a un familiar en el atentado).
  • Pérdida de interésen las actividades del día a día, incluso de las que resultaban placenteras.
  • Sentimientos de inseguridadrespecto al presente y futuro.
  • Baja autoestimay sentimientos de poca valía.
  • Sentimientos de inadecuación. Tras el atentado puede pasar que el afectado “no encuentre su sitio” o siente que “no encaja en su entorno”, incluso aunque antes sí se encontrase cómodo en esas mismas situaciones.
  • Estados de ira y agresividadque impiden poder llevar una vida normal y recuperarse.
  • Abuso de sustancias, especialmente de alcohol, como una estrategia para huir del malestar experimentado por la persona.

El sentimiento de culpa es otra de las posibles consecuencias de los supervivientes, dado que se piensa en lo ocurrido y en cuál fue nuestro papel, en lo que se pudo  hacer y no se hizo. Por ejemplo, se puede pensar “fue culpa mía que murieran tantas personas, yo podría haber salvado a algunas y me quedé paralizado”, “yo podría haberle sacado de allí”, “yo le insistí en estar allí”.

Y la lista de consecuencias psicológicas es tan larga, que los que nos dedicamos a la salud mental tardaríamos años en paliar todas estas sensaciones.

Sin embargo, si hay algo que me ha llamado la atención estos días, es que todos estamos anclados en aquello que estábamos haciendo cuando el atentado ocurrió.

Estaba comprando, estaba viendo la televisión, echando la siesta, paseando, jugando con mis hijos, me estaba dando una ducha…

Y hasta aquí, nada fuera de lo normal. Cuando una noticia de estas magnitudes llega a nuestros oídos, el cerebro tiende a darle al botón “grabar” para dejar huella de aquello que estabas haciendo en aquel momento en el que otros estaban luchando por su vida.

Todos recordamos qué estábamos haciendo en cualquier de los otros atentados que nuestro planeta ha vivido.

Pero la pregunta que me viene continuamente a la cabeza, y la que me ha hecho plantarme delante de este texto, es: ¿Qué vamos a hacer ahora?

Decía Godfrey Reggio: “Creo que es ingenuo orar por la paz mundial, si no vamos a cambiar la forma en la que vivimos”.

Y eso es precisamente lo que creo que deberíamos hacer. No hablar de paz, hacerla.

Cuando nos levantamos.

Cuando salimos camino al trabajo.

Cuando nos cruzamos con un desconocido.

Cuando recibimos un empujón en el metro.

Cuando perdemos el bus.

Cuando alguien comete un error.

Cuando tú cometes un error.

Porque seamos sinceros, de nada sirve querer la paz en el mundo, si tratas mal a las personas que rodean tu propio mundo.

Porque cuando eres mal educado con un desconocido, también estás atacando a la paz.

Cuando juegas con las emociones y sentimientos de otras personas, también estás atacando a la paz.

Cuando discriminas a una persona por su raza, color, orientación sexual, género o religión, estás atacando sin piedad a la paz.

Cuando estafas, robas, o actúas movido únicamente por intereses económicos, también estás atacando a la paz.

Cuando actúas movido por la rabia, el rencor, la pereza, el odio, o la simple y peligrosa ignorancia, también estás sembrando el terror en tu mundo.

Y como he dicho anteriormente, el miedo se expande rápidamente.
Hoy me he ido a pasear por la Rambla de mi Barcelona.

Hoy he comprado un ramo de flores, y lo he colocado en el lugar de los atentados.

Hoy he mirado a mi alrededor, y he visto a personas de diferentes procedencias paseando, abrazados, sonriendo… sí, todo bajo ese manto de miedo y rabia que aún se palpa en el ambiente, pero demostrando que no van a poder con nosotros. No tenemos miedo.

Y la vida sigue.

Mi Barcelona sigue.

T’estimo Barcelona.

Dinero y unicornios

Bosque

Las normas eran sencillas: la carrera duraría una semana y se realizaría por parejas. Ganaría aquella pareja que llegara primero a la meta, ya fueran ambos, o uno de ellos. El premio: la suculenta cifra de seiscientas monedas de oro.

En cuanto Lucas leyó el cartel no dudó en comentárselo a Sofía. Debían participar. Debían ser los ganadores. Ambos llevaban juntos más de dos años, y aquellas monedas les ayudarían a construir un futuro, irse a vivir juntos, y quizá, crear una familia.

  • ¡Podemos hacerlo! – dijo Lucas, entusiasmado – ¡Sé que podemos!
  • ¡Pero la carrera dura una semana! – dijo ella, inquieta – ¿Y si no aguanto?
  • ¡No importa! ¡Si llego yo seremos los ganadores!
  • ¿Estás seguro?
  • ¡Confía en mí, Sofía!

Hacía tiempo que Sofía veía  a Lucas apagado, sin energía, y ver en él aquel entusiasmo hizo que no pudiera negarse.

Así pues, pasaron un mes de duro entrenamiento; iban cada día a correr veinte kilómetros, habían aprendido a pescar, cazar, e incluso hacer fuego. Conocían la naturaleza, y habían aprendido a diferenciar el alimento comestible, de  aquel envenenado.

El día de la carrera llegó. Estaba todo preparado, y un gran cartel reinaba la línea de salida:

Así en la carrera, así en la vida

 Ambos se sorprendieron al ver únicamente a cinco parejas.

  • ¡Caray! – dijo Sofía – No somos muchos.
  • Pues este año somos más que nunca – dijo un miembro de una pareja competidora – La gente no se atreve a participar, es muy duro.
  • ¿Ya has participado antes? – preguntó Lucas.
  • Así es. Mi nombre es Jorge, encantado.
  • Igualmente – contestó la pareja.
  • Y ella es Marta – dijo señalando a la chica que estaba a su lado.

En cuanto uno de los árbitros apareció en la salida, reinó un gran silencio. Tras animar y felicitar a los concursantes, el árbitro agarró el cronómetro, levantó la bandera, y dio comienzo a la carrera.

El primer tramo de la carrera no fue complicado. Lucas y Sofía llevaban un buen ritmo; se paraban únicamente para hidratarse, comer algo, y descansar unas pocas horas cuando entraba la noche.

El paisaje era algo que nunca habrían podido imaginar ni en el mejor de sus sueños. Todo el recorrido estaba cubierto por un bosque; grande y verde, formado por las mejores flores, los más extraños árboles, y grandes ríos capitaneados por enormes y transparentes cascadas. Los animales, aquello que tanto había preocupado a la pareja, estaban formados por una gran gama de herbívoros; desde pequeños roedores, hasta pomposos conejos y grandes ciervos.

  • ¡Esto es una maravilla! – dijo Sofía – ¡Parece un cuento!
  • ¡Venga Sofía! – le animaba Lucas – ¡No perdamos tiempo! ¡Debemos seguir!

 

Para cuando llegó el segundo tramo del camino, ya habían agotado todos los alimentos y bebidas. Así pues, tal y como habían estudiado, debieron perder tiempo para localizar los ríos de agua dulce, los árboles con frutos, y las aguas con más peces en su interior.

Así perdieron un día entero, ya que, bajo las órdenes de Lucas, era preferible perder un solo día en conseguir comida y agua para el resto de la carrera, evitando así tener que detenerse cada vez que quisieran comer.

En uno de esos días de carrera, se encontraron con la pareja formada por Nacho y Javier. Ambos estaban estirados en la verde hierba, comiendo, riendo, y aprovechando los rayos del sol.

  • ¡Buenos días! – gritó Sofía.
  • ¡Hola! – contestó la pareja – ¿Cómo lo lleváis?

Sofía no pudo evitar observar que ambos llevaban unas pulseras y collares preciosos, hechos por diversas flores y plantas, y cáscaras de frutos de diferentes colores.

  • ¿Dónde habéis conseguido esto? – preguntó ella.
  • ¡Lo hemos hecho nosotros! – dijo Javier.
  • ¿Nosotros? – contestó Nacho – ¡Querrás decir yo!

La pareja rió y se abrazó, mientras uno de ellos se quitaba una pulsera y se la entregaba a Sofía.

  • ¿De dónde lo habéis sacado? – dijo ella, curiosa.
  • De la fuente de las hadas – dijo Javier.
  • ¿La fuente de las hadas? – preguntó Sofía.
  • Sí ¿no la habéis visto? – dijo Nacho – está justo bajando el sendero de los unicornios.
  • ¿El sendero de los unicornios? – preguntó una asombrada Sofía.
  • ¡Caray! – dijo Javier – ¿Acaso no estáis mirando por dónde vais?

Javier, nervioso ante el entusiasmo de Sofía y la consiguiente pérdida de tiempo, intervino:

  • ¡Claro que no! ¡Hemos venido a ganar! ¡Vámonos Sofía!

Sofía sonrió a la pareja, agradeció la pulsera, y partieron.

Estaban ya cerca de la tercera y última etapa cuando Sofía pudo ver, justo al lado del camino que seguían, un pequeño letrero que decía “Estanque de las sirenas”.

  • ¡Estanque de las sirenas! – gritó Sofía.
  • ¡Vamos Sofía! – dijo Lucas – ¡Ya queda menos!
  • ¡Vamos Lucas! No hemos hecho ni una sola parada, y estoy segura que llevamos ventaja al resto ¿No podemos ni siquiera acercarnos a echar un vistazo? ¡Será rápido!
  • ¿Estás loca? – gritó él – ¡No nos hemos pasado días corriendo, sudando, sin dormir, comiendo pescado crudo, pasando calor y frío, para que ahora nos adelanten por tus tonterías!
  • ¿Mis tonterías? – preguntó ella – ¡Estamos aquí porque tú has querido participar! Y yo he aceptado sin rechistar ¿No podrías darme ni cinco minutos?
  • ¡Si te quedas a ver a las sirenas, yo sigo mi camino!
  • ¡Pues sigue tu camino! – contestó ella – ¡Yo me quedo!
  • Te veo en la meta, con el saco de monedas de oro.
  • ¡Buena suerte!

Y dicho esto, Sofía desvió su ruta para ir en busca de las sirenas.

Lucas no podía creerse que Sofía fuera tan estúpida ¿En serio iba a dejarle solo para ir a ver un estúpido estanque? Sabía que las sirenas no existían, así como tampoco los unicornios ¿Qué diablos le pasaba?

De esta manera Lucas siguió su viaje solo, decidiendo entonces aumentar la velocidad, animado sabiendo que con el alimento que cargaba, tendría suficiente para llegar al final.

Así fue como, un soleado y caluroso día, Lucas pudo ver, a lo lejos, el cartel que anunciaba la meta. Soltando maletas, bolsas, y herramientas, arrancó a correr mirando constantemente hacia atrás para ver si alguna pareja le seguía. No veía a nadie, estaba solo, pero aun así, movido por la excitación y la ansiedad ante la posible victoria, no dejó de correr.

Dos horas después de ver el cartel, pudo ver la meta a escasos metros.

  • ¡Lo he conseguido! – se decía mientras corría los últimos pasos – ¡He ganado!

 

Y dicho esto, llegó y ganó.

  • ¡Enhorabuena! – dijo el juez – ¡Eres el primero!
  • ¡¡Muchísimas gracias!! – decía un emocionado Lucas – ¡¡No me lo puedo creer!!
  • ¿Qué ha sido lo mejor de la carrera?

La pregunta dejó a Lucas pensativo ¿Qué había sido lo mejor? Parecía una pregunta trampa, pero tenía clarísima la respuesta.

  • ¡Ganar!

Y ante las risas y aplausos de los asistentes, le entregaron la esperada bolsa con las seiscientas monedas de oro.

Momentos después pudieron ver cómo la pareja formada por Jorge y Marta llegaban a la meta.

  • ¡Enhorabuena! – dijo el juez – ¡Éste año habéis sido los segundos! ¿Qué ha sido lo mejor de la carrera?
  • ¡El baño con los delfines! – dijo Marta.
  • ¡Ni de coña! – contestó Jorge – ¡¡Montar a caballo, sin ninguna duda!!

Pasados unos minutos Lucas se acercó a la pareja.

  • ¿Cuántas veces habéis participado?
  • ¡Cada año! – dijo Jorge.
  • ¿Y nunca habéis ganado?
  • ¡Claro que no! – contestó ella – ¡Eso nos da igual!
  • ¿Cómo que os da igual? ¿Y por qué os presentáis? – dijo un confuso Lucas.
  • Pues depende, verás, yo me presento porque me encanta montar a caballo, me gusta caminar por el bosque, y me encanta ver las estrellas ¿Sabías que desde estas alturas, y con el bosque tan limpio y sin contaminación, puedes ver el triple de estrellas que en el pueblo?
  • A mí en cambio – dijo ella – me encanta bañarme en el río y bajar hasta el mar, donde puedes ver a los delfines esperándote como cada año ¡Es una maravilla!

 

Llegó la noche, y, cansado de esperar, Jorge se fue a casa para a esperar a Sofía.

A la mañana siguiente, ante la ausencia de Sofía en su colchón, volvió a la meta a esperarla. Pasaron horas, y no había ni rastro de Sofía. Llegada de nuevo la noche, se fue a esperarla en casa.

Una de esas mañanas en las que un preocupado Lucas se sentaba en la meta a esperar a Sofía, pudo ver a Nacho y a Javier llegar a la meta.

  • ¿Ahora llegáis? – preguntó Lucas.
  • ¡Aquí mi amado! – dijo Nacho – Que quiso quedarse a ver los fuegos volcánicos.
  • ¿Has ganado? – preguntó Javier.
  • ¡Así es! – contestó Lucas – Pero no sé dónde está Sofía.
  • ¿Sofía? – preguntó Nacho – no debería tardar, ayer nos cruzamos con ella.
  • ¿Ayer? – preguntó Lucas preocupado – ¿Se puede saber qué está haciendo?
  • Pues juraría que pasárselo bien – dijo Javier – Nosotros la vimos alimentando a unas crías de ciervo, toda cubierta de flores.
  • ¡Menuda novia tienes! – dijo Nacho – ¡Vale oro! ¡Cuídala!

 

Una mañana y una noche después, Lucas, agotado y cansado de tanto esperar, pudo ver llegar a Sofía.

  • ¿Se puede saber dónde te has metido? – preguntó Lucas – llevo días esperándote.
  • ¡Oh Javier! – dijo ella casi llorando de alegría – ¡Ha sido maravilloso! ¡Ha sido la mejor experiencia de mi vida!
  • ¿De qué estás hablando?
  • De los ciervos, los parques naturales, la aurora boreal, las cascadas, las flores escondidas bajo estas cascadas, los delfines, los caballos, las ninfas, los baños de barro, los mensajes escritos por otras personas en las piedras, las estrellas…
  • ¡¡No te puedes ni imaginar lo preocupado que estaba!! – gritó Lucas – ¡Yo aquí esperando, y tú ahí haciendo la tonta!
  • ¿Haciendo la tonta? – dijo ella sin perder la calma – ¡No te importó tanto dejarme sola en el bosque!
  • ¡Tú quisiste quedarte!
  • ¡Y tú irte!
  • ¡He ganado, Sofía! – le dijo enseñándole el premio.
  • ¿En serio? – dijo ella, contenta – ¡¡Enhorabuena Lucas!! ¡Estaba segura que lo conseguirías!
  • ¡Gracias! – contestó él – ¡Ahora vámonos a casa! Tenemos que pensar qué hacer con el dinero.
  • Pero quiero enseñarte lo que traigo en la mochila – dijo ella.
  • ¡Vámonos a casa!

Lucas empezó a caminar cuando, tras varios metros recorridos, se giró y pudo ver a Sofía, quieta, llorando.

  • ¿Qué ocurre Sofía?
  • Lucas, cariño, no voy a ir contigo.
  • ¿Qué quieres decir? – preguntó Lucas, atónito.
  • Que no voy a irme contigo. Ni a vivir contigo. Ni a crear una familia contigo.
  • ¿Pero por qué?
  • ¿Recuerdas el cartel de la salida? – preguntó Sofía.
  • Sí.
  • “Así en la carrera, así en la vida” – recitó ella.
  • ¿Y qué ocurre con eso?
  • Dime Lucas ¿qué recordarás de la carrera pasados unos años?
  • ¡Que gané! ¿Qué hay de malo en eso?
  • ¿Y qué recordarás de la vida cuando esta acabe?
  • ¡Que trabajé duro para ganar dinero!
  • Ese es el problema, Lucas. Tú recordarás el dinero, yo los unicornios y las sirenas.
  • ¡Los unicornios no existen Sofía!

Sofía sonrió, sabiendo que eran demasiado diferentes como para que Lucas le entendiera. Se acercó a él, le besó la frente, y se marchó.

Dos años después, Lucas volvió a presentarse a la carrera. Ésta vez solo, sabiendo que, tal y como marcaban las normas, no tendría derecho al premio.

Tardó tres semanas en realizar el camino. Se bañó en los ríos, bebió de sus manantiales, disfrutó las cascadas y se enamoró de las noches estrelladas. Montó a caballo, y disfrutó como un niño buscando unicornios y sirenas, aun sabiendo que nunca los encontraría.

Una noche marcada por el sonido de las cascadas y las aves nocturnas, Lucas, sentado en una gran piedra, lloró, escribiendo en ella:

“Ahora lo entiendo, Sofía”.

Y de repente

felicidad

Era una tarde de un caluroso junio. El verano se abría puertas demasiado rápido, y a todos les había pillado con esa chaqueta molesta que se pega al cuerpo pidiendo ser arrancada.

Javier camina por la Rambla de Barcelona, cabizbajo.

De todos los finales que había imaginado, éste era, de lejos, el que más le había dolido.

Tras una larga relación con Marta, ésta había llegado a su fin. Tocado y hundido.

 

Lo peor, sin embargo, no fue eso.

Lo peor fue saber que Marta llevaba tiempo deseando que aquello terminase. Y aunque la decisión había sido mutua, Marta llevaba ya en la maleta un gran repertorio con el que pasar el tiempo y las ganas.

Marta ya andaba de fiesta en fiesta, y no tardó en volver a tontear y tomar contacto con todos los chicos con los que antes, por respeto, no hacía.

Pero las ganas ahí estaban, y eso hacía que cada vez que Javier le tocaba, ella imaginara a Jorge, Marcos, Damián, Manuel…

Mientras tanto, Javier seguía sin salir. Iba al trabajo, veía a un par de amigos, y volvía a su habitación, pensando cuánto tiempo llevaría Marta deseando ese final, cuánto le habría costado a ella frenar sus impulsos de contestar a otros chicos, más por respeto, que por decisión. Y la lista era interminable.

 

Recordaba entonces diferentes momentos de la relación, que ahora, con esta verdad por delante, y con una Marta sin falsa careta, eran más crudos, pero más reales.

Las veces que Marta pasaba de él, las veces que ella parecía estar en otro mundo, las veces que le contestaba mal sin ningún motivo, y tantas otras veces, que ahora hacían que Javier se sintiera engañado, y profundamente dolido.

  • ¡Olvídate de esa perra! – le decía una amiga.
  • ¡Todo ha sido una mentira! Ahora que lo sabes, pasa página cariño… – le decía su madre.
  • Nunca has confiado en ella, aprende de eso, el instinto no miente – decía su hermano.
  • Es una mentirosa, empezó con mentiras, y como no podía ser de otra manera, acabó con mentiras – decía el amigo más sensato.

Era algo que calmaba a Javier.

Él tenía parte de responsabilidad en esto. Una historia que empieza con trampas, acabará con trampas.

Y así fue.

 

Paseaba bajo ese sol, en esa preciosa Rambla de Barcelona, pero no era consciente de nada de lo que le rodeaba.

 

Pasaron los días.

Y mientras el número de fans de Marta aumentaba en sus redes sociales, la sonrisa de Javier cada vez era más sincera, más pura.

Fue exactamente un 12 de junio cuando Javier decidió salir a pasear, visitar su floristería favorita, y escuchar sus canciones preferidas.

Fue entonces consciente del sol.

Pudo notar incluso cómo estos rayos alimentaban su piel, cómo su energía aumentaba.

Ahora ya no escuchaba las letras, era consciente de cada instrumento, de cada nota, de cada suspiro que la cantante emitía entre frase y frase.

 

Y levantó la vista.

 

La gente sonreía, paseaba, jugaba, comía helados, reía…

Y sonrío.

Y pensó que, al fin y al cabo, la vida era eso.

Tener un camino que recorrer.

Un sol que disfrutar.

Gente de la que rodearse y observar.

 

Entró en la floristería, dispuesto a comprar sus flores preferida, cuando alguien le saludó.

  • Hola Javier – dijo ella – Era Javier ¿verdad? Disculpa, soy horrible con los nombres.

Y allí estaba ella.

Carla era una amiga de un amigo del grupo. Se habían visto un par de veces, pero nunca habían alcanzado a cruzar dos palabras, y las veces que ella parecía más dispuesta, él ya estaba enamorado de Marta.

  • ¡Hola Carla! – dijo él, nervioso – ¡Caray cuánto tiempo! ¿Cómo estás?

 

Tras los cordiales saludos, intercambiaron opiniones sobre plantas, tierras, semillas… y tras unos minutos que a Javier se le hicieron pocos, ella se despidió.

Fue entonces cuando él se atrevió.

  • Carla, espera ¿te apetece que cambiemos los números de teléfono?
  • ¡Claro!
  • Podemos ir a tomar un café, o ir al cine… si te apetece.

 

Ambos sonrieron, y prometieron llamarse.

 

Al día siguiente, una mañana donde el calor parecía dar tregua, Javier se enteró que Marta tenía novio. Javier no quiso saber más. Ya lo había adivinado. Se trataba de uno de esos chicos con los que Marta solía hablar por redes sociales.

No tuvo que decidir que le daba igual. Le dio igual de verdad.

Entendió que Marta necesitaba eso. Alimentar el ego. Calmar la soledad. Y la vida, y sus experiencias amorosas, le habían enseñado que la mentira y la trampa eran la mejor manera de llevarlo a cabo.

Sonrió.

Y por primera vez desde aquella mañana de la ruptura, se sintió afortunado. Era un tipo con suerte, esta vez no iba a ser él quien cayera en sus trampas.

 

Esa noche, ya dispuesto a darse su baño y engancharse a alguna serie, sonó su móvil.

“Hola guapo, soy Carla ¿te apetece ir al cine?”

Una hora después, Javier se encontraba con Carla en la puerta del cine. Ambos sonrieron. Él le sorprendió llevando sus flores preferidas. Ella una pequeña bolsa de tierra especial para plantas.
Y de repente, se sintió feliz.


Nota del autor:

La relación entre Javier y Carla no funcionó. Sin embargo, ambos tienen una excelente amistad, cambian libros sobre plantas, van a museos, y no se pierden un estreno de cine.

Javier ha empezado una relación con Lucía, una antigua amiga. Ambos pasean, se besan en público a todas horas, y comparten noches de sushi y películas de terror… pero esa es otra historia.
Tienen la casa llenas de flores.

 

Marta ha encontrado otro novio, Fernando. Lo muestra por todas partes: círculos de amigos y redes sociales. Ella le dice que le quiere a todas horas, mientras mira su móvil.
Él, actualmente, ha empezado a tener ciertos ataques de ansiedad.

¡YA!

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En la década de 1930, Hans Selye –hijo del cirujano austriaco Hugo Selye–, observó que todos los enfermos a quien estudiaba, independientemente de la enfermedad que padecieran, presentaban síntomas comunes: fatiga, pérdida del apetito, bajada de peso y astenia, entre otras posibles sintomatologías.
Por ello, Selye llamó a este conjunto de síntomas el síndrome de estar enfermo. El estrés.

 
Cuando sonó la alarma del móvil María se encontraba justo en ese momento del sueño donde mejor se sentía ¡No fallaba! A veces tenía la sensación que sus sueños y la alarma del móvil eran enemigos. Si es una pesadilla no os preocupéis, que la maldita alarma nunca sonará ¡Que sufra! ¡Que lo viva! Sin embargo, si es un sueño bonito, parece que la alarma está esperando el mejor momento para… brrrrr.

Abre los ojos como puede, agarra el móvil con cierta dificultad, y apaga la alarma. Puede ver entonces que tiene varios mensajes y correos del trabajo sin contestar.

Mientras usa el baño aprovecha para echarles un vistazo. Contesta los mails mientras se lava los dientes, y, mientras espera al ascensor, aprovecha para dar los buenos días a su madre.

Justo cuando va a arrancar el coche, recibe un recordatorio de esa maldita aplicación sin la cual no podría ya vivir. Dice: “Recordatorio para hoy: comprar pan, compresas, y papel de cocina”. Lo tendrá que dejar para la salida del trabajo.

 
La mañana de Alfonso, sin embargo, parece más tranquila. Mientras rellena informes va echando un vistazo a sus redes sociales. Y lo que parecía que iba a ser una mañana calmada, se empaña de unas prisas y nervios crueles. Puede ver cómo la bandeja de entrada de su red social está al borde del colapso. Una amiga saludando, un aviso de un cumpleaños, un recordatorio de la fiesta de ese fin de semana, otro amigo pregunta la posibilidad de tomar unas cervezas a la salida del trabajo.

Su móvil suena. Es su mujer. Le recuerda que hoy debe llevar al pequeño al dentista, y, a la vuelta, recoger a la mayor de la extraescolar de idioma.

Su mente empieza a trabajar a cien por hora, cuando, despistado, le llega un mensaje al correo del trabajo: “¿Recuerdas la reunión de hoy? ¡Empieza en 5 minutos! ¿Dónde estás?”

Rápidamente recoge sus folios y portadocumentos y se dispone a ir a la reunión cuando la alarma suena. Le recuerda, esta vez, que debe descargar el nuevo capítulo de su serie, y, además, toca llevar el coche a revisión. Hoy. Sin falta.

 

Marina sale del trabajo dispuesta a darse un largo baño, tomarse una copa de vino con su marido, y perrear en el sofá mientras él ve lo que sea, le da igual. Sólo quiere estirarse en sus piernas y cerrar los ojos.

Por fin llega ese momento en el que mete la llave en la cerradura de su casa, y se dispone a entrar. Tiene la casa patas arriba, había olvidado por completo que su marido tenía una importante reunión y ella, con las prisas de la mañana, había dejado todo hecho un caos.

“Lo primero es lo primero, mi cigarro y mi copa”, piensa ella.

Su móvil suena. Es una amiga recordándole que no ha contestado a sus últimos mensajes. Al mirar el mensaje, comprueba que tiene varias notificaciones en su red social y que, entre tantas cosas, debe acudir mañana por la mañana a la clase de yoga que le había prometido a su amiga.

Prepara el baño y el móvil se vuelve a encender. Le recuerda que mañana debe ir a buscar a la hija de su amiga, y quedársela unas horas, y, a los pocos segundos de leerlo y poner los ojos en blanco, el móvil le recuerda, una vez más, que mañana debía entregar el proyecto en el que su empresa estaba trabajando.
Por cierto, no había comprado papel de baño.

 

Esa noche Jorge tenía muy claro lo que iba a hacer. Nada.

Iba a cenar con su novio, iban a ponerse esa serie que tanto le gusta, e iban a quedarse dormidos en el sofá hasta que uno de los dos tuviera la fuerza de ir a la cama, arrastrando al otro.

A los pocos minutos de estar ambos en el sofá, el móvil de su novio suena. Era (una vez más) su ex novio saludando. Luego le suena tal aplicación, y luego la otra. Aburrido ya de eso, mira su propio móvil, y alarmado, puede ver como tiene 17 mensajes sin leer, un correo electrónico, y dos llamadas.

Para cuando ambos se quieren dar cuenta, ya están absortos en sus mundos digitales. Organizando aspectos laborales, personales, familiares, y vete a saber qué más.

 
Claudia tiene sólo 11 años, y hace tiempo que dejó de ser una niña. No puede ni recordar cuándo fue la última vez que llegó a casa del colegio, y sin más, dedicó toda la tarde a jugar, pintar, inventar, enfadar, pelear, volver a pintar, cantar… en definitiva, ser una niña.

Esa tarde sale del colegio cansada, muy cansada. Había tenido a última hora ciencias sociales (¿a nadie se le había ocurrido poner educación física o pintura a última hora? ¿Sociales? ¿En serio?), y sólo le apetecía llegar a casa y ver la televisión.

Mientras caminaba hacia su madre, que le esperaba en la puerta, como siempre aferrada al móvil, se daba cuenta que la idea del sofá y la tele no se iban a llevar a cabo. Mientras caminaban y su madre consultaba el teléfono, le recordaba que esa tarde tenía clase extraescolar de francés, y que al llegar a casa, debía preparar la ropa para la extraescolar de baloncesto, y, por supuesto, hacer los deberes. Claudia preguntó por el fin de semana, y mientras su madre levantaba el dedo en señal de espera, le recordaba que ese fin de semana tenía partido, pintura, hacer deberes, y luego debían acudir a una barbacoa que daba alguien al que Claudia ni conocía, ni quería conocer.

Esa misma noche olvidó que debía hacer una redacción de castellano, pero estaba tan cansada, que lo dejó estar. Sabía lo que le esperaría al día siguiente: “Tu única obligación es estudiar”. Pero valía la pena el descanso de esa noche, desde luego.

 
Margarita, por su parte, hacía tiempo que había conocido lo que era el “Modo Avión” del teléfono. Para ella era el mejor invento del hombre. Consiste, simplemente, en una tecla del teléfono móvil que hace que la conexión se vea interrumpida temporalmente, con lo cual, sólo tiene acceso a su música, y a algún juego.

Cada noche, antes de dormir, ponía el modo avión en su teléfono y desconectaba; era libre. Por la mañana se despertaba sin ansiedad, sabía que hasta que no llegara al trabajo no lo encendería.

Se duchaba con su música favorita, disfrutaba de su café y sus cereales, y lo mejor, el mayor descubrimiento, disfrutaba del camino al trabajo.

Mientras sonaban sus canciones favoritas, no podía evitar observar a la gente del metro. Todos miraban sus teléfonos. Nadie hablaba. Nadie se miraba.

Una vez llegaba al trabajo, conectaba su móvil y dedicaba unos minutos a contestar los mensajes. Hecho esto, lo volvía a desconectar hasta después de comer.

Su mayor sorpresa, sin embargo, había sido descubrir que su relación de pareja funcionaba mejor que nunca. Ambos habían pactado usar el modo avión. No había distracción, y si la había, era porque uno robaba un beso al otro, o porque sus hijos no querían irse a la cama.

¡Sus hijos! ¡Cómo había cambiado todo! Ya no había teléfonos en casa, así que sólo podían hablar, comunicarse. Y si se aburrían, recuperaban de la estantería esos juegos de mesa que tanto les gustaban tiempo atrás.

Eran libres.

Y como bien se sabe, la libertad viene acompañada de la alegría. Y la alegría, del amor.

 

Miedos

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Miedo.

  1. m.Angustia por un riesgo o daño real o imaginario.
  2. m.Recelo o aprensión que alguien tiene de que le suceda algo contrario a lo que desea.

Allí se encontraban los dos.

Él no le quitaba los ojos de encima, mientras agarraba sus manos y sonreía, nervioso, dispuesto a decir lo que quería decir hace ya semanas.

Ella, nerviosa, intentaba sostenerle la mirada, realizando un baile visual; sus ojos, su boca, su barba, sus manos, sus pies, la pared…

Finalmente, sacando valor de quién sabe dónde, dijo:

  • Te quiero, Lucía. Vamos a intentarlo, joder.

Ella supo entonces lo que pasaría. Lo había tenido claro desde el primer día.

Ella le diría que también le quería.

Empezarían una bonita y larga historia de amor bañada en flores, bombones, largas conversaciones, y noches de cariño.

Él hablaría de ella, a todas horas, por todos los rincones, a todos los conocidos y desconocidos.

Ella haría lo propio, eso sí, más cauta, más miedosa, más reservada.

Bailarían. Bailarían mucho, a solas, entre velas y música. Se besarían a cada minuto.

Ella se vería más joven y bonita.

Él con más canas, y más energía.

Los mensajes entre ellos volarían casi a cada minuto. Un buenos días, un qué tal, un pienso en ti, una foto, dos, tres, mil…

Pasearían de la mano, eso también lo sabía ella, y no habría estreno de cine al que no fueran. Divertidos, enamorados, compartirían refresco, palomitas, caricias y miradas.

Se engancharían a las mismas series y películas.

Entonces, sabía Lucía, darían por seguro que ya tenían ese amor, ya habían conquistado esa isla, y los mensajes irían desapareciendo, también las largas charlas.

Ya no se cogerían de la mano tanto, ahora los bolsillos serían más cálidos que las otras manos. Los mensajes ya eran más secos, empezando a abusar de los malditos monosílabos.

Volverían las desconfianzas, los celos, las mentiras piadosas… y separarse ya no sería tan duro. Incluso empezaría a ser necesario.

Él empezaría a ver los perfiles de otras mujeres, solo por curiosidad. Empezaría a contestar a los mensajes de sus ex, sólo por saber qué tal.

Ella, por su parte, empezaría a hacer más planes con sus amigas, y, casi sin querer, casi, empezaría a devolver las sonrisas provocativas de aquel chico de la barra, de ese camarero, o del amigo de su compañera de trabajo.

Él pensaría que ella es guapa, incluso divertida, pero atrás quedaría esa pasión, esas ganas de abrazarla y no soltarla.

Ella pensaría que él es guapo, cariñoso, pero atrás quedarían esas ganas de saber de él.

Se acostumbrarían.

Y tarde o temprano, uno acabaría llorando, y el otro con un tremendo sentimiento de culpa.

Así sería. Estaba segura.

 

  • Dime algo nena, joder – decía Luís.

Pero Lucía no decía nada. Se callaba. Sabía que si abría la boca las lágrimas empezarían a brotar, y ya no pararían.

 

Luís, por su parte, también sabía lo que pasaría en un futuro. Estaba seguro de ello.

Se enamorarían, y pretendía dedicar cada uno de sus días a hacer a aquella mujer la mujer más feliz del mundo. No la quería, la adoraba. Sabía que su vida era mucho mejor con ella. Ella tenía el poder de hacerle más divertido, más inteligente, más atractivo, incluso más lleno.

Sabía, conociéndola, que empezarían a emerger en ella los miedos, las tinieblas y las pesadillas.

Pero sabía que iba armado, y emplearía todas y cada una de sus armas en apartar esas pesadillas, hacerle saber que estaba ahí, y que nunca se iba a apartar de ella. Ni para coger aire.

Sabía, sin embargo, que todo esto sería posible si ella daba el salto. Si ella decía “Sí”.

 

Entonces, frente a ella, se sorprendió a él mismo pensando en ese “Sí”.

Con acento, pues había aprendido en el colegio que lleva tilde aquel “Sí” de afirmación.

Sin acento cuando queremos expresar una condición.

¿Por qué pensaba ahora en eso?

“Si (sin acento) ella dice que sí (con acento), seremos la pareja más feliz del mundo”

“¿He cerrado el coche bien?”, pensaba.

  • Joder, Luís – se decía – céntrate.

 

El leve movimiento de Lucía le devolvió a la realidad.

¿Iba a hablar? ¿Iba a hacer o decir algo?

Lucía, entonces, agarró su chaqueta, besó a Luís en los labios, y acarició su barba.

  • Lo siento, Luís – dijo ella – No puedo hacer esto.

 

Y se fue.

 

Naunet y la estrella

80d

Naunet nació en una pequeña tribu situada cerca del río Nilo.

Su padre, Abasi, jefe de la tribu, era un hombre duro, tosco, y no le temblaba el pulso a la hora de poner orden en su territorio. Tenía, además, fama de sanguinario alrededor del país.

Su madre, Hehet, era una bella mujer heredera de varias tierras a lo largo de Egipto.

Así pues, una vez que los padres de Hehet acordaron el matrimonio con Abasi, éste no tardó en heredar las tierras, las aguas, y la dignidad de su mujer.

Llevaban tiempo esperando un bebé, y, finalmente, cuando la pequeña Naunet llegó, su padre empezó a buscar el mejor candidato para ella, y, además, para los bienes y prosperidad de su poblado.

La leyenda contaba que la pequeña Naunet, nacida bajo los rayos de la Luna Llena, tenía el poder de comunicarse con la noche y las estrellas. Esto, pensaba el padre, sería una ventaja a la hora de encontrar un marido.

Así fue como, cuando la pequeña Naunet llegó a los tiernos 10 años, sus padres le explicaron que su futuro ya estaba escrito, y sus sueños firmados.

No lo entendía, no era capaz de entender con esa corta edad lo que esas palabras significaban ¿Qué quería decir, exactamente, que su vida y su destino ya estaban firmados?

 

Fue la noche de su décimo cuarto cumpleaños cuando la joven Naunet conoció al que sería su futuro marido.

Su nombre era Bakari, “juramento noble”. Tenía veintitrés años, y ya contaba con varias victorias a sus espaldas. Era tirano, y las malas lenguas decían que acabó con su hermano mayor con sus propias manos, para ser así el único heredero de la tierras de su padre.

  • No me quiero casar con él – gimoteaba la joven a su madre.
  • Lo sé, cariño – respondía Hehet pacientemente – pero no tenemos elección. Las mujeres hemos nacido con el destino de procrear, apoyar a nuestros hombres, y unir territorios. No podemos hacer nada más.

 

Esa misma noche, Naunet se sentó cerca del río Nilo. Bien mirado, la idea de arrojarse al río y dejar que los caimanes acabaran con ella no era tan descabellada.

  • ¿Qué te ocurre? – preguntó una voz femenina.

Rápida y decidida, tal y como le había enseñado su padre, Naunet se levantó, se encorvó, y agarró con firmeza su daga, dispuesta a atacar.

  • ¿Estás bien? – volvió a preguntar la voz.
  • ¿Quién eres? – preguntó Naunet – ¿Dónde estás?
  • ¡Aquí arriba! ¿De verdad piensas hacerme daño desde ahí?

Naunet alzó la vista.

  • ¡Mucho más arriba! – dijo la voz.

Fue entonces cuando, por primera vez en su vida, Naunet descubrió que la leyenda era cierta. Podía comunicarse con la noche.

  • ¿Eres una estrella? – preguntó Naunet.
  • Así es – dijo la estrella – pero puedes llamarme Luan.
  • ¿De verdad estoy hablando contigo?
  • ¡Sí! Y para ser sincera, has tardado más de lo que creía en darte cuenta.
  • ¿Cuántos años tienes?
  • Tengo 14 años ¿y tú?
  • ¡Qué casualidad! ¡Yo también tengo 14 años!

Así fue como Naunet y Luan empezaron a crear una amistad. Hablaron de sus miedos, de sus infancias, de sus travesuras, de lo mal que se llevaban con sus familias…

Cada noche, después de cenar, Naunet se ausentaba de su cabaña con cualquier excusa, y rápidamente se dirigía hacia la orilla del río Nilo, donde, puntual, estaba Luan esperando.

  • ¡Caray! – dijo Naunet – ¡Hoy brillas muchísimo!
  • Sí, cuando estamos contentas brillamos más… tú también estás hoy muy guapa…
  • ¡Gracias! – dijo una sonrojada Naunet, quien se había pasado casi todo el amanecer eligiendo un vestido adecuado.

Una noche en la que Naunet se disponía a ir a ver su amiga, su madre la paró.

  • Esta noche no saldrás, jovencita.
  • ¿Por qué? – preguntó una angustiada Naunet.
  • Hoy hay caza en el poblado, y por lo tanto, te quedarás conmigo.
  • Pero madre…
  • Y no hay más que hablar – dijo la madre, agarrando el látigo como aviso.

 

Esa noche, desesperada, Naunet veía imposible la idea de dormir. Quería ver a Luan. Necesitaba ver a Luan. Presa de la tristeza, el miedo, y la pena, miró al cielo.

Fue entonces cuando la vio. Luan brillaba más que nunca. Le estaba llamando.

La joven Naunet encendió entonces un pequeño fuego fuera de la cabaña. Esperaba que su amiga pudiera verla. Y ocurrió.

Naunet pudo ver como la estrella parpadeó una vez.

Naunet tapó el fuego, y volvió a descubrirlo una vez.

Luan parpadeó dos veces.

Naunel hizo lo propio con su fuego.

Y así pasaron la noche. Juntas.

 

Fue la siguiente noche cuando Naunet, por fin, pudo correr a ver a Luan.

  • Vi las señales que hacías en el cielo ¿eran para mí? – preguntó Naunet.
  • ¡Claro que sí! – contestó – ¡Yo vi tu fuego! ¿Era para mí?
  • ¡Sí!

Ambas rieron.

  • Me gustaría poder tocarte – dijo Luan.
  • Me encantaría poder abrazarte – contestó Naunet.
  • Observa el río – dijo la estrella – voy a brillar más fuerte para que puedas ver bien mi reflejo en el agua.

La estrella emitió una fuerte luz , proyectándose así a la perfección en la orilla del Nilo.

  • Es como si estuvieras aquí al lado – dijo Naunet.
  • Así podrás tocarme, aunque sea sólo mi reflejo.
  • Así podré besarte… – dijo Naunet.
  • Así podré besarte… – contestó Luan.

Sin decir nada más, la joven Naunet se acercó a la orilla del Nilo, y nerviosa, besó el reflejo de la estrella.

Poco a poco la comunicación entre ellas era más fluída.

Naunet incluso había colgado en la pared de su dormitorio una brillante espada. Así, por la noche, Luan se reflejaba en ella, y juntas dormían.

El tiempo pasó, y el momento de la boda ya se dejaba ver en el horizonte. Cada vez más sus padres hablaban de ello, cada vez más Bakari se dejaba caer por el territorio de Naunet para verla. Y para cuando se dio cuenta, quedaba una semana para su décimo sexto cumpleaños. Y con él, la boda.

  • Hoy estás muy triste – dijo la estrella – ¿Va todo bien?
  • En unos días será mi cumpleaños…
  • ¡Lo sé! ¡El mío también! – dijo Luan – tengo muchas ganas de cumplirlos contigo ¿Crees que podríamos pasar esa noche juntas?

Y así fue como Naunet, temiendo ese momento, tuvo que explicarle el acuerdo al que había llegado su familia.

  • ¡Pero eso es horrible! – dijo Luan.
  • ¡Lo sé! – respondió Naunet.
  • ¿Estás enamorada de él? – quiso saber la estrella.
  • Creo que estoy enamorada de ti…
  • Yo también estoy enamorada de ti…

Ese día, la estrella Luan, perdió un poquito de su luz.

 

Llegó el día de la boda.

Fueron los tambores los que despertaron a Naunet.

Toda la tribu de su futuro marido estaba allí. Todos llevaban comida, pinturas, y tambores. No había ninguna mujer, debían estar todas cuidando de los hijos, suponía Naunet.

  • Yo no quiero tener hijos. Quiero ser una estrella – pensaba, mirando el cielo, soleado y sin una nube.

 

Cayó la noche.

Y tras una tarde de largos rituales, preparativos, y bailes, Naunet se encontraba ya colocada en el centro del terreno, junto a Bakari.

A lo lejos, y de reojo, pudo ver a Luan, brillando levemente.

El ritual empezó.

El corazón empezó a latir con fuerza.

Las manos empezaron a sudar.

Tenía que salir de ahí.

Fue justo en el momento en el que el padre de Bakari iba a colocar el collar nupcial a Naunet, cuando de golpe, una gran luz iluminó todo el poblado.

Era como si el sol hubiera salido. Todo brillaba. Una luz cegadora inundaba a todos los participantes de la ceremonia.

  • ¡Es esa estrella! – dijo uno de ellos.
  • ¿Será una mala señal? – contestó otro.

Naunet pudo entonces observar en el cielo a Luan brillando como nunca lo había hecho. Brillaba tanto que se parecía al Sol. Y de golpe, se apagó.

Su brillo era tan pequeño que apenas podía distinguirse en el cielo.

Se había quejado.

Había explotado de rabia. De celos. De pena.

Para cuando Naunet quiso darse cuenta, se vio a ella misma corriendo hacia el acantilado, el punto más alto del territorio de Abasi.

Sus padres y familiares corrían detrás de ella.

  • ¡Luan! – gritaba – ¡Luan! ¡Mi Luan!

Llegó al borde del acantilado. A unos metros sus familiares le estaban dando alcance. A sus pies, una muerte segura.

  • ¡Brilla Luan! – gitaba Naunet – ¡Brilla mi estrella! ¡Brilla mi amor!

 

La estrella lo intentaba. Daba pequeñas ráfagas de luz. Pero se agotaba. Se apagaba.

Cuando te arrebatan aquello que más quieres, no puedes hacer otra cosa más que apagarte.

Fue entonces cuando Naunet tomó una decisión. Firme y segura. Si no podía tener a su estrella con ella, ella tampoco brillaría nunca.

Y justo cuando su padre intentó agarrarla del brazo, se dejó caer.

No lloraba. No gritaba. Sólo sonreía.

Y también ella se apagó.

Esa noche en el poblado lo que iba a ser una ceremonia nupcial, se convirtió en un entierro.

Esa noche en el cielo, una nueva estrella brilló.

Justo al lado de la estrella Luan.